2 técnico Lecturas 2022-2023

¡Bienvenidos/as!

Este curso en este año lectivo apunta a la construcción de estrategias teóricas para el análisis, la reflexión, la crítica de distintos textos y sus contextos, como así también a desarrollar herramientas para la intervención en la producción de la comunicación escrita y oral con las nuevas demandas sociales y culturales. 


¡Bienvenidos/as a la clase 1 en este espacio!


Iniciamos el año lectivo. Es un gusto compartir esta instancia de formación con ustedes.

En el transcurso del curso les proponemos un recorrido por diferentes lecturas y materiales audiovisuales. Además, realizaremos diversas actividades en en aula por medio del debate que les permitirán acercarse y profundizar sus procesos de enseñanza aprendizaje.

En este espacio lo primero que realizarán es:

1) Ingresar al enlace que comparto a continuación: https://forms.gle/jgBHEBHDm2oF35sUA

2) En el enlace encontrarán un cuestionario que deben hacerlo y que nos permitirá saber cuál es su conocimiento con respecto a las formas del lenguaje y también a la comprensión lectora.

3) El tiempo que tendrán para hacer este cuestionario se los diré en clases. 


¡Un gran desafío en el que les invito a formarse!

Estoy seguro que este año lectivo será “transversal” para su formación en este proceso.


Clase 2

¡Bienvenidos/as a la clase!

Estimados/as estudiantes, continuamos con la segunda actividad fuera de clase.

En esta oportunidad trabajaremos con las herramientas que permitirán evaluar los procesos y actividades que venimos aprendiendo. 

Las actividades para este proceso son los siguientes: 

1) Transcriba las 3 rúbricas en las hojas a cuadros que se pidió en sus materiales para el aula. Cada rúbrica irá en una hoja.

2) Observe y analice las rúbricas que se presentan a continuación con su representante.

3) Cada rúbrica será firmada por su representante y llevarán al aula en la fecha indicada por el docente .


RÚBRICA 1


RÚBRICA 2


RÚBRICA 3


Clase 3

¡Bienvenidos/as a la clase!

Estimados/as estudiantes, continuamos con la tercera actividad fuera de clase.

En esta oportunidad trabajaremos con la primera lectura de este período y pondrán en práctica lo que hemos venido aprendiendo en el aula. 


ACTIVIDADES 

1) Lea, detenidamente, el siguiente texto de Vinciane Despret. Si no conoce palabras del texto, investíguelas.

2) En una hoja a cuadros para carpeta, no cuaderno, realice lo siguiente.

     2.1) Escriba las ideas principales del texto  leído.

     2.2) Conteste las siguientes preguntas de manera reflexiva y crítica (argumentos).

a) De acuerdo al texto, escriba que significa esta parte del texto:

“Por un lado, la imitación requiere que el imitador haya comprendido el comportamiento del otro como un comportamiento dirigido que traduce deseos y creencias”


b) Recuerde su vida estudiantil desde niño/a y defina: 

qué fue lo que hizo por imitación y que en la actualidad lo sigue haciendo. 

qué fue lo que hizo por emulación y que en la actualidad lo sigue haciendo. Argumente su respuestas.



B

de BESTIAS

¿Realmente los monos saben imitar?

Durante mucho tiempo fue difícil para los animales no ser bestias, e in­cluso muy bestias. Desde luego que siempre hubo pensadores generosos, aficionados entusiastas, a los que se estigmatiza como antropomorfos impenitentes. Hoy, en estos períodos de rehabilitación, la literatura los saca de su olvido relativo, así como acusa a todos los que hicieron del animal un mecanismo sin alma. Y por suerte es así. Pero si hoy en día es muy útil desmontar esas burdas máquinas de volver bestias a las bestias, sería instructivo interesarse por esas pequeñas maquinaciones, esas formas menos explícitas de denigración que se presentan so pretex­tos, a menudo nobles, de escepticismo, de obediencia a reglas de rigor científico, de moderación, de objetividad, etc. Así, la famosa regla del Canon de Morgan exige que cuando una explicación que hace interve­nir competencias inferiores compite con una explicación que privilegia competencias superiores o complejas, deben prevalecer las explicaciones simples. No es más que una manera de bestializar, entre otras mucho más discretas y cuya detección demanda a veces una atención trabajosa, e incluso una sospecha sin concesión, al límite de la paranoia.

Las controversias científicas respecto de las competencias que habría que reconocerles o no a los animales son lugares privilegiados para iniciar esta detección. La que se refiere a la imitación en el animal es ejemplar a este respecto.

Es tanto más instructiva en la medida en que desembocará, después de una historia larga y una controversia bastante agitada, en esta pregunta muy extraña: ¿los monos imitan? - Do  apes ape?~.

La historia nos muestra que lo que está en juego en este tipo de conflictos en materia de atribuciones de competencias sofisticadas a los animales, puede leerse a menudo, si me perdonan este barbarismo, en términos de “derechos de propiedad de propiedades”: lo que es nuestro, nuestros “atributos ontológicos” —la risa, la conciencia de sí, el hecho de saberse mortal, la prohibición del incesto, etc.—, debe seguir siendo nuestro. ¡Pero de allí a confiscarles a los animales los atributos que le fueron otorgados!... Uno podría sospechar que los científicos son particularmente quisquillosos cuando se trata de un asunto de rivalidad de competencias —los filósofos ya han sido objeto de esta acusación: se ha dicho de ellos que se vuelven completamente irracionales cuando se trata de saber si los animales tienen acceso al lenguaje-. ¿La imitación sería a los científicos, lo que el lenguaje es a los filósofos, en la relación con los animales?

Otra hipótesis, empíricamente más respaldada, podría tomar en cuenta esa desafortunada predilección que manifiestan los científicos por los llamados “experimentos de privación”. Con los experimentos de privación, la pregunta por “¿cómo los animales hacen tal o cual cosa?”, se traduce como: “¿qué hay que quitarles para que no lo hagan más?”. Es lo que Konrad Lorenz llamó el “modelo de la avería”. ¿Qué pasa si se priva a una rata o a un mono de sus ojos, de sus orejas, de tal o cual parte de su cerebro, e incluso si se lo priva de todo contacto social? (Separaciones). ¿Todavía es capaz de correr en su laberinto, de contenerse, de tener relaciones? Sin duda, esta importante inclinación hacia este tipo de metodología contamina muy ampliamente los hábitos de algunos investigadores y  adquiere en el presente el aspecto de esa forma extraña de amputación ontológica: los monos ya no podrían imitar.

De todos modos, la historia no había comenzado exactamente así. La cuestión de la imitación entra en las ciencias naturales cuando un alumno de Darwin, George Romanes, retoma una observación de su maestro. Darwin había notado que unas abejas que libaban cotidia­namente flores de frijoles enanos, alimentándose a través de la corola abierta de la flor, modificaron su manera de actuar cuando se les unie­ron unos abejorros. Estos utilizaban una técnica totalmente distinta, y hacían pequeños agujeros bajo el cáliz de la flor para recolectar el néctar succionándolo. Un tiempo después, las abejas operaban de igual modo. Si Darwin cita este ejemplo de pasada, para dar testimonio de capacidades comunes a los hombres y a los animales, Romanes le da otro alcance teórico: la imitación permite comprender cómo, cuando el ambiente varía, un instinto puede dejar su lugar a otro, que se pro­paga. El giro teórico es lindo, la imitación se revela capaz de provocar el desvío o la variación: hacer “otra cosa” con lo “mismo”. Hasta allí, la historia no entra en el camino de las rivalidades. Pero la bifurcación no se hace esperar, pues Romanes va a agregar un comentario. Es más fácil imitar que inventar, escribe. Y si concede que la imitación da testimonio de la inteligencia, se trata de todos modos de una inteli­gencia de segundo orden. Desde luego, dice, esta facultad depende de la observación, y por lo tanto, cuanto más evolucionado sea el animal, más capaz de imitar será. Pero esta concesión de Romanes será ate­nuada por otro argumento: en el niño, a medida que la inteligencia crece, la facultad de imitación disminuye, de tal suerte que se la puede considerar como inversamente proporcional “a la originalidad o a las facultades superiores del espíritu. Por eso -concluye- entre los idiotas de cierta categoría (no demasiado inferior, sin embargo) la imitación es también muy potente y conserva su supremacía toda la vida, y por eso entre los idiotas de un grado más elevado o ‘débiles mentales’ se observa como particularidad muy constante una tendencia exagerada a la imitación. El mismo hecho se observa fácilmente en muchos salva­jes”. Se ve claramente, la facultad de imitación, ella misma jerarquizada, participa de una operación de jerarquización de los seres que desborda ampliamente el problema de la animalidad.

Esta doble jerarquización que propone Romanes —la jerarquización de los modos de aprendizaje y la de las conductas inteligentes- se pro­longará después de él, complicándose un poco, particularmente para resolver esta dificultad: ¿Cómo se puede poner en pie de igualdad el comportamiento “borreguil” de los borregos, fieles imitadores con o sin su Panurgo, los loros que se creían carentes de cerebro, y  los monos que imitan? Se distinguirá entonces la imitación instintiva de la imitación reflexiva, el mimetismo de la imitación inteligente, y  para operar la distinción entre los pájaros y  los demás, las imitaciones vocales de las imitaciones visuales. Todos los naturalistas estarán de acuerdo en que las imitaciones vocales requieren un  nivel de inteligencia mucho menos elevado que las imitaciones visuales. La porción de antropocentrismo de esta jerarquización, establecida por seres cuyo sentido privilegiado es la visión, sigue siendo una pregunta abierta.

Paralelamente, se distinguirán los procesos de educación intencional activos y que responden a un  proyecto, y  la imitación que se pone en marcha en un aprendizaje no voluntario, pasivo. A hora bien, esta dis­tinción merecería ser interrogada, justamente porque nos es familiar, porque forma parte de nuestras evidencias. La imitación no  solo sería la metodología del pobre, sino que se inscribiría en las grandes categorías del pensamiento occidental, categorías que jerarquizan ellas mismas los regímenes de la actividad y  de la pasividad. Esas categorías, lo sabemos, no se limitan a distribuir regímenes de experiencias o de conductas, jerarquizan los seres a los que se les atribuirán preferentemente esas conductas. 

La distinción iniciada por Romanes entre una inteligencia real que da testimonio de un aprendizaje intencional y una inteligencia del pobre, conocerá su forma decisiva con la valorización del in sight, nacida de las investigaciones de Kohler con los chimpancés. El in sight, que puede traducirse como “comprensión” o “discernimiento”, sería la capacidad que le permite al animal descubrir repentinamente la solución de un problema sin pasar por una serie de ensayos y errores —lo cual traduciría un aprendizaje cercano al condicionamiento—. Aclarémoslo, el insight no fue creado para hacer una diferencia respecto de la imitación, sino que constituyó más bien el arma de un bastión de resistencia contra el empobrecimiento impuesto por las teorías behavioristas, que ya solo veían al animal como un autómata cuyo entendimiento se limitaría a asociaciones simples. Estas asociaciones debían agotar todas las explicaciones en cuanto al aprendizaje. Por otra parte, señalémoslo, los behavioristas se ocupaban muy poco de la imitación, y por una buena razón: salvo por algunas excepciones, sus dispositivos están concebidos para estudiar un animal que actúa solo. La imitación quedará relegada a los márgenes de la psicología animal y de la etología.

Cuando les interesa a los investigadores, la imitación se define como el rebusque del pobre, que le permite al animal simular capacidades cognitivas que de hecho no tiene. Es un “truco” barato, un “a falta de algo mejor”, un ardid, un camino fácil para aparentar competencias reales. La imitación es la antítesis de la creatividad (se puede compren­der su rol de figura de la inversión respecto del in sight), aunque pueda resultar para algunos un atajo hacia la excelencia y constituir, por lo tanto, el testimonio de una cierta forma de inteligencia.

En los años 80 se opera un cambio radical. Bajo la influencia conjunta de la psicología del desarrollo infantil y de las investigaciones de campo, la imitación no solo vuelve a convertirse en un tema de interés, sino que cambia de estatus. Es una competencia cognitiva que no solamente re­quiere capacidades intelectuales complejas, sino que sobre todo conduce a competencias cognitivas muy elaboradas. Por un lado, la imitación requiere que el imitador haya comprendido el comportamiento del otro como un comportamiento dirigido que traduce deseos y creencias. Por otro lado, su ejercicio conduce a facultades más nobles todavía; en primer lugar, la posibilidad de comprender las intenciones ajenas lleva al desarrollo de la conciencia de sí; luego, el modo de transmisión que permite la imitación sería un vector de la transmisión de tipo cultural. En pocas palabras, ahora que están involucradas la conciencia de sí y la cultura, está en juego algo muy serio. De ahora en más, la imitación formará parte de las llaves maestras del paraíso cognitivo de los mentalistas -aquellos que son capaces de pensar que lo que los otros tienen en la cabeza es diferente de lo que ellos tienen en la suya, y de hacer hipótesis plausibles al respecto (Mentirosos)— y del panteón social de los seres culturales. 

Lo que vino después es entonces muy previsible. Esta promoción de la imitación al estatus de competencia intelectual sofisticada estuvo acompañada por un número increíble de pruebas de que los animales, de hecho, no imitaban, o no eran capaces de aprender por imitación.

Es así que volvemos a encontrar nuestra pregunta, que le da su título a un célebre artículo: Do apes ape? ¿Los monos saben imitar? Las controversias se encienden. Se forman dos campos a cada lado de una línea de demarcación fácil de cartografiar; los investigadores de campo multiplican las observaciones que dan testimonio de imitación; los psicó­logos experimentalistas las demuelen con una artillería de experimentos.

Los partidarios de la teoría de la imitación invocan observaciones de gorilas que deshojan de manera muy sofisticada árboles cubiertos de espinas. Esta técnica se transmite por imitación y puede observarse cómo se esbozan semejanzas entre los congéneres que se alimentan juntos. Se pide ayuda a los orangutanes. En el lugar de rehabilitación donde los investigadores observan su retorno progresivo a la naturaleza, se los ve lavar los platos y la ropa, cepillarse los pelos, lavarse los dien­tes, intentar encender un fuego, sifonear un bidón de nafta, e incluso escribir, aunque de manera ilegible -dicho  sea de paso, parece que estos orangutanes carecen singularmente de entusiasmo respecto del proyecto del retorno a la naturaleza-. “Son anécdotas”, responden tranquilamente los experimentalistas. O  también: cada uno de vuestros ejemplos puede recibir otra interpretación, si se obedece al Canon de Morgan.

Son convocados al laboratorio los famosos herrerillos que destapaban las botellas de leche repartidas sobre las escalinatas de las casas inglesas en los años 50, y cuya práctica, para disgusto de los lecheros, se había diseminado de un modo que ponía de manifiesto el motor de la imita­ción. El hecho de que esos mismos herrerillos hayan podido modificar su estrategia cuando los lecheros adoptaron otros sistemas de cierre de las botellas, y que esa nueva práctica también se haya difundido poco a poco, no va a conmover a los experimentadores. Hace falta que los herrerillos prueben auténticos talentos de imitadores. Serán fácilmente desenmascarados en un procedimiento con grupo control: los herreri­llos enfrentados a una botella previamente abierta, sin haber asistido a su abertura, lo hacen tan bien como los que reciben el modelo de un congénere abridor. No es por lo tanto imitación. Es emulación. 

Los experimentalistas hacen comparecer también a los monos. El veredicto es aquí también inapelable: no es verdadera imitación, sino simples mecanismos de asociación, que se asemejan al comportamiento imitador, pero no dependen de él. De hecho, es pseudo imitación. Ahí está, eso es: los monos imitan  la imitación. Pero, evidentemente, sin embaucar a los investigadores, siempre al acecho de las falsificaciones. Solo los hombres imitan verdaderamente.

Van a multiplicarse los experimentos en el laboratorio para probar la hipótesis, que finalmente no es más que la traducción de una tesis más general: la tesis de la diferencia entre los humanos y los animales. Se convoca entonces a los humanos. Para ser generosos, se limitarán a los niños. A ellos les corresponde ahora cargar con la responsabilidad de la comparación con los chimpancés. Al final de los experimentos, los monos resultan perdedores en todos los frentes. El psicólogo Michaél Tomasello le pidió a los chimpancés que observen un modelo que trae alimento con un rastrillo en forma de T. Los chimpancés se abocaron a ello con éxito pero utilizando otra técnica. Veredicto: los chimpancés no imitan, pues no pueden interpretar el comportamiento original como un comporta­miento orientado hacia un fin. No comprenden al otro como un agente intencional, semejante a ellos mismos como agentes intencionales.

Confrontados al experimento del fruto artificial (una caja cerrada por pestillos en la cual se encuentra un fruto para el primate no humano, una golosina para los pequeños hombres), los niños muestran una conmove­dora fidelidad a todos los gestos del experimentador, llegando incluso a repetir los gestos varias veces. Los chimpancés abren la caja sin problema, pero sin utilizar la técnica del modelo, ni los detalles importantes de la operación. No es imitación, sino emulación, como en los herrerillos. ¿Qué podría decirse de este experimento sino lo que ya se sabía? Que los niños humanos están más atentos que los chimpancés a las expectativas de los adultos humanos...

Las cosas se complican, sin embargo, cuando una investigadora, Alexandra Horowitz, decide reconsiderar algunos términos del pro­blema. Va a comparar sujetos adultos y niños -sujetos adultos que son de hecho estudiantes de psicología—. La caja es idéntica a la utilizada para los niños, salvo porque esta vez se trata de una barra de chocolate. Es un desastre, estos estudiantes son peores que los monos, utilizan su propia  técnica sin tomar en cuenta lo que se les ha mostrado, algunos llegan incluso a volver a cerrar la caja, cosa que no había hecho el modelo. La investigadora concluye lacónicamente que los adultos se comportan más como chimpancés que como niños. Por consiguiente, concluye, si Tomasello tiene razón, debemos inferir que los adultos no tienen acceso a las intenciones de los otros.

Volviendo a lo que se les ha pedido a los chimpancés, es interesante comprender el funcionamiento de estos dispositivos que “bestializan”. Hay que prestar atención a lo que sigue siendo el punto ciego de este tipo de experimentos. El dispositivo solo da cuenta del fracaso relativo de esos monos para adecuarse a nuestros usos, o más bien a los hábitos cognitivos de los científicos. Los científicos no han querido em prender el difícil trabajo de seguir a  los seres en sus usos del mundo y  de los otros, le han impuesto los suyos a los monos, sin preguntarse ni por un instante sobre la manera en que esos monos interpretan la situación que se les presenta. Es finalmente muy sorprendente pensar que estos mismos investigadores son los más fervorosos a  la hora de denunciar, en sus adversarios de controversias, el antropomorfismo que conduciría a estos últimos a atribuirles a los animales competencias se­mejantes a las nuestras. Sin embargo, ¡no se pueden concebir dispositivos más antropomórficos que los que ellos les han propuesto a los monos! 

En suma, estos experimentos no pueden pretender que comparan lo que comparan de la manera en que lo hacen, pues no miden lo mismo. Pretendiendo poner a prueba las capacidades imitativas, los investigadores han intentado de hecho fabricar docilidad. ¿Cómo lla­mar de otro modo a la exigencia de imitar nuestra manera de imitar? Han fracasado, aunque atribuyéndole el fracaso a los monos. El hecho de que los niños hayan exagerado la imitación debería, no obstante, haber levantado sospechas: los niños captaron la importancia, para el investigador, de la fidelidad de sus actos. Los monos tuvieron, a este respecto, una actitud menos complaciente y sobre todo más pragmática. No  perseguían los mismos objetivos.

¿O quizás los monos jamás hayan imaginado que se esperaba de ellos una cosa tan estúpida como imitar, gesto tras gesto, y sin diferencia, a humanos proveedores de golosinas? Sin duda eso es lo que finalmente les falta a estos animales: la imaginación.


Clase 4 PROYECTO FINAL PARCIAL 1

¡Bienvenidos/as a la clase!

Estimados/as estudiantes, continuamos con la cuarta actividad fuera de clase.

En esta oportunidad trabajaremos con una nueva lectura de este período y pondrán en práctica lo que hemos venido aprendiendo en el aula. 


ACTIVIDADES 

1) Lea, detenidamente, el siguiente texto de Gilles Lipovestky. Si no conoce palabras del texto, investíguelas para mejorar el entendimiento del texto.

2) En una hoja a cuadros para carpeta, no cuaderno, realice lo siguiente.

     2.1) Escriba las ideas principales del texto  leído.

     2.2) Conteste la siguiente pregunta de manera reflexiva y crítica (argumentos).

a) Explique, según de lo que trata el texto, ¿Qué nos quiere dar a entender el autor con el siguiente fragmento del texto? Argumente su respuesta.

"Ya no es el momento de la fría funcionalidad, sino del atractivo sensible y emocional"

        

            b) Ponga un ejemplo que permita representar su respuesta que hizo en el literal a)  


NOTA: Para contestar esto, necesita apoyarse con lo que entendió del texto leído y las ideas que se encuentran en el mismo texto para que puede argumentar su respuesta.


          



El consumo privatizado

Este ciclo ha concluido. El proceso de reducción de gastos para ganar estima adquirió tal magnitud que condujo a la apa­rición de una nueva fase histórica del consumo. A remolque de la diversificación extrema de la oferta, de la democratización del confort y las diversiones, el acceso a las novedades comerciales se vulgarizó, las regulaciones de clase se disolvieron y aparecie­ron nuevas aspiraciones y nuevos comportamientos. Mientras se mezclan y confunden los hábitos y particularismos de clase, los consumidores son más imprevisibles y volátiles, están más al acecho de la calidad de vida, de la comunicación y la salud, sa­ben mejor cómo elegir entre las diferentes propuestas de la ofer­ta. El consumo se organiza cada día un poco más en función de objetivos, gustos y criterios individuales. Y ya tenemos aquí la época del hiperconsumo, fase III de la comercialización moder­na de las necesidades, articulada por una lógica desinstituciona­lizada, subjetiva, emocional.

Entre las dinámicas que se pusieron en marcha hace medio siglo hay una que se ha vuelto dominante: en el período del hi­perconsumo, las motivaciones privadas prevalecen en gran medida sobre los objetivos de la distinción. Queremos objetos «para vivir» más que objetos para exhibir, se compra menos esto o aquello para enseñarlo, para alardear de posición social, que pensando en satisfacciones emocionales y corporales, sensoriales y estéticas,  comunicativas y sanitarias, lúdicas y entretenedoras. Los bienes comerciales que funcionaban sobre todo como sím­bolos de la posición se presentan de manera creciente como ser­vicios a la persona. Esperamos menos que las cosas nos categoricen delante de los otros y más que nos permitan ser más independientes y móviles, paladear sensaciones, vivir experien­cias, mejorar nuestra calidad de vida, conservar la juventud y la salud. Naturalmente, las satisfacciones sociales diferenciadoras siguen estando ahí, pero ya no son sino una entre muchas motivaciones posibles en un conjunto dominado por la búsqueda de la felicidad privada. El consumo «para sí» ha reemplazado al consumo «para el otro», siguiendo el incontenible movimiento de individualización de las expectativas, los gustos y los com­portamientos.

Los gastos suntuarios, la carrera por el standing, los com­portamientos de moda no siempre se basan en la rivalidad entre grupos que quieren darse visto y hacerse reconocer. La época del hiperconsumo tiene esto de específico, que ha conseguido que la lucha de conciencias, antes central en el campo del consumo, pase a segundo plano y a veces sea expulsada. Ahora presenta un espectáculo en buena medida liberado de la dramaturgia que to­davía era suya en los años cincuenta, ya que la adquisición de cosas y las alternativas de ocio se han desarrollado en gran par­te al margen de las lógicas de la rivalidad estamentaria. El con­sumo que cada día gana más terreno es un consumo sin negati­vo ni apuestas interhumanas, sin dialéctica ni competencia generalizada. Para describir una época en la que los gastos no tienen ya por motor el desafío, la diferencia, los enfrentamien­tos simbólicos entre los seres humanos, no encuentro término más apropiado que el de hiperconsumo. Cuando las luchas de com­petencia no son ya la clave de bóveda de las adquisiciones co­merciales, comienza la civilización del hiperconsumo, ese impe­rio en el que no se pone jamás el sol de la mercancía y el individualismo extremo.

Antes la apuesta era estar afiliado a un grupo y crear distan­cia social. ¿Qué queda de esto en el momento de los nuevos ob­jetos de comunicación que aceleran los intercambios individua­les y posibilitan los estímulos del yo, en el momento en que proliferan demandas de salud, de diversión y de vivir mejor? Lo que articula el orden del consumo no es ya la oposición entre la minoría dominante y la masa dominada, ni la oposición entre las distintas capas de las clases, sino el «todavía más» y el zapeo generalizado, las bulimias exponenciales de cuidados, de comu­nicación y evasiones renovadas. Lo que ahora sostiene la diná­mica consumista es la búsqueda de la felicidad privada, la opti­mización de nuestros recursos corporales y comunicativos, la salud ilimitada, la conquista de espacio-tiempos personalizados: la era de la ostentación de objetos ha sido reemplazada por el reinado de la hipermercancía desconflictuada y posconformis­ta. La culminación de la mercancía no es el valor signo de dife­rencia, sino el valor de experiencia, el consumo «puro», que vale no como significante social sino como abanico de servicios para el individuo. La fase III es el momento en que el valor que dis­trae triunfa sobre el valor que honra, la conservación de uno so­bre la comparación provocativa, el confort sensitivo sobre la ex­hibición de signos llamativos.

Arrastrado por esta ola de fondo, el gusto por las noveda­des ha cambiado de sentido. El culto de lo nuevo no es recien­te, ni mucho menos, ya que se remonta a fines de la Edad Me­dia, en que aparece impulsado sobre todo por el surgimiento de la moda. Pero la norma de «todo lo nuevo es bueno» apenas desbordó durante siglos los restringidos círculos de los privile­giados, ya que su valor se basaba en gran parte en su poder dis­tintivo. La situación actual es muy diferente. Ante todo, el gus­to por el cambio incesante en el consumo no tiene ya límite social, se ha propagado por todos los estratos y todas las eda­des; además, deseamos las novedades comerciales por ellas mis­mas en razón de los beneficios subjetivos, funcionales y emo­cionales, que procuran. La demanda de renovación ha supera­do actualmente a la demanda del «mínimo de confort técnico» que estaba en vigor en la fase II, la curiosidad se ha convertido en una pasión de masas y cambiar por cambiar en una expe­riencia destinada a probarnos personalmente. El amor a lo nue­vo no obedece ya tanto a pasiones conformistas sino a apetitos experienciales de los sujetos. Se cae en el universo del hiperconsumo cuando el gusto por el cambio se universaliza, cuan­do el deseo de «moda» se expresa más allá de la esfera indu­mentaria, cuando la pasión por la renovación adquiere una especie de autonomía que relega a segundo plano las luchas de competencia por la posición, las rivalidades miméticas y otras fiebres conformistas.

De ahí las nuevas funciones subjetivas del consumo. A dife­rencia del consumo a la antigua, que hacía visible la identidad económica y social de las personas, los actos de compra en nues­tras sociedades expresan ante todo las diferencias de edad, los gustos particulares, la identidad cultural y personal de los agen­tes, incluso a través de los productos más triviales. La organización de los departamentos pone de manifiesto una evolución parecida. No se trata ya, en este dominio, de hacer ostentación de un signo exterior de riqueza o de éxito, sino de crear un mar­co de vida agradable y estético «digno de nosotros», un nido acogedor y personalizado. Sin duda es el resultado de comprar productos estandarizados, pero éstos, de manera creciente, son reinterpretados, organizados en composiciones nuevas que ex­presan una identidad individual, ya que importa menos el valor estamentario que el valor privado y único del «como en casa», posibilitado por un «consumo creador». Yo demuestro, al menos parcialmente, que existo, como individuo único, por lo que compro, por los objetos que pueblan mi universo personal y familiar, por los signos que combino «a mi manera». En una época en que las tradiciones, la religión y la política producen menos identidad central, el consumo adquiere una nueva y creciente función ontológica. En la búsqueda de las cosas y las di­versiones, el Homo consumericus, de manera más o menos cons­ciente, da una respuesta tangible, aunque sea superficial, a la eterna pregunta: ¿Quién soy?

Consumo emocional: la idea navega viento en popa en las aguas de los teóricos y agentes de la mercadotecnia, que exage­ran los méritos de las gestiones que permiten que los consumi­dores vivan experiencias afectivas, imaginarias y sensoriales. Este posicionamiento se llama actualmente mercadotecnia sensorial o experiencial. Ya no es el momento de la fría funcionalidad, sino del atractivo sensible y emocional. A diferencia de la mer­cadotecnia tradicional que utilizaba argumentos racionales y la dimensión funcional de los productos, multitud de marcas jue­gan hoy la carta de lo sensorial y lo afectivo, de las «raíces» y la nostalgia (el «retromarketing»). Otras hacen hincapié en los mitos o en el ludismo. Y otras quieren pulsar la fibra cívica, eco­lógica o zoológica. Los comercios excitan los sentidos con ambientes sonoros, difusión de olores y puestas en escena especta­culares. La mercadotecnia sensorial quiere ante todo mejorar las condiciones sensibles, táctiles y visuales, sonoras y olfativas de los productos y lugares de venta. Lo sensible y lo emocional se han convertido en temas de investigación mercadotécnica, des­tinados por un lado a diferenciar las marcas en un universo hipercompetitivo y por otro a prometer una «aventura sensitiva y emocional» al hiperconsumidor que busca sensaciones variadas y mayor bienestar sensible.

Lo que yo llamo «consumo emocional» sólo se corresponde parcialmente con estos productos y ambientes que movilizan ex­plícitamente los cinco sentidos. Mucho más allá de los efectos de una tendencia mercadotécnica, designa la forma general que ad­quiere el consumo cuando lo esencial se juega con uno mismo. En lo más profundo, el consumo emocional aparece como for­ma dominante cuando el acto de comprar, al no estar impuesto ya por la obsesión conformista del otro, entra en una lógica de­sinstitucionalizada y privatizada, encarrilada a la búsqueda de sensaciones y de mayor bienestar subjetivo. La fase III represen­ta la nueva relación emocional de los individuos con las mercan­cías que instituye la primacía de la sensibilidad, el cambio de sig­nificación social e individual del universo consumidor que acompaña al ímpetu individualizador de nuestras sociedades. 

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